Dice que se llama...
Oigo el ruido de la calle y por fin me despierto. Parpadeo varias veces procurando no mirar directamente a la cegadora luz que se filtra por los diminutos agujeros de mi sucia persiana. Todo está muy tranquilo, pienso mientras intento ponerme de alguna forma mis zapatillas de andar por casa para encaminarme al cuarto de baño. La ducha me llama de forma seductora, como una preciosa mujer en la barra de un bar buscando, más que mirando, como un depredador alguien con quien compartir su solitario apartamento. El agua relaja mis músculos y recuerdo la noche de ayer. Una calle demasiado solitaria, las llaves del piso de esa buena amiga que ha llamado hará una hora ansiando compañía y aquellas botellas de aguardiente tostada aún relucientes, que disimulan muy mal el comentario de ella: Las reservaba para una ocasión especial.
La ducha me sienta bien. No encuentro toallas. Salgo en busca de algo que pueda evitarme coger frio. Un olor punzante me recuerda que la comida debe de haberse quedado fuera y seguramente ya esté estropeada. Me detengo frente a la cama. Allí seguía ella, tumbada en la cama, ocupando también mi parte de la cama, que seguía conservando mi silueta.Me vuelvo a tumbar a su lado. Sigue tan hermosa como anoche y como todas las noches de su pobre y miserable vida. Nunca debió salir con aquel capullo, y menos aun casarse con él. Cualquiera que me oiga pensará que simplemente estoy celoso, pero yo no me dedico a pegar a las mujeres para ponerme más cachondo. Hay que agradecerle que no permitiera a ese bastardo tener descendencia. Ahora parece que nunca nada de aquello hubiese ocurrido. Su cara está serena y de alguna forma...feliz. Deberia haberme casado contigo, recordaré aquellas palabras suyas toda mi vida. No sé si conmigo hubiese sido feliz. Quizás fuese peor así. No voy a comerme la cabeza por eso.
Me siento en la cama y las lágrimas comienzan a mojar mi cara. No podía comprender. Su figura, tan grácil sobre las sábanas arrugadas, duerme demasiado. Sus ojos, en mis recuerdos, de un marrón oscuro más vivo que el cielo al caer la noche, permanecen muy cerrados. Sus labios, los que ayer besé con pasión y compasión, no volverán a besar. El olor no es de la comida y ella no está durmiendo. Está muerta. Empiezo a entender porque ayer hizo lo que hizo y dijo lo que dijo. Su llamada no requería compañía, sino ayuda. Ahora ya sólo me pasa por la cabeza el recuerdo del día en que la conocí. Dice que se llama...